Hoy, las calles semidesiertas de la Ciudad de México tan sólo transitadas por unas cuantas personas cuyos rostros están velados tras los tapabocas me dan una idea de lo que fue la hazaña de Orson Wells. Una pareja de jóvenes en un centro comercial recitándose las frases más melosas tras la tela azul llaman mi atención. Me acerco descarado a ellos y veo el temor en sus rostros mientras sus caras voltean a otro lado. Continúo experimentando y el resultado es siempre el mismo, conversaciones mínimas, cabezas gachas y miradas asustadas, es todo lo que asoma sobre el neurótico tapabocas.
No puedo disimular mi sonrisa, finalmente puedo caminar a mi aire por esta ciudad. De no ser por las enormes dosis de Tafil, Rivotril y Altruline podría llegar a extrañar las sonrisas de las meseras del bar del cual soy parroquiano pero, ese placer ya me está prohibido con pandemia o sin ella. De cualquier modo la única sonrisa que puede alegrarme está bajo un lienzo más oscuro que la tela azul del tapabocas.
Poco sabemos sobre la Fiebre Porcina. Lo único seguro es que todos estamos sanos y todos somos portadores. He salido a comprar tabaco y mi siempre parlanchín tendero está callado, toma el dinero con miedo y deja una cajetilla de cigarros sobre el estante con timidez, todo mientras una voz surge detrás de la tela saludándome cautelosamente. ¿Cómo sabe qué el dinero no está infectado, cómo sé que los cigarros no lo están? Sólo sabemos que tenemos miedo ante una noticia de la cual sabemos poco.
A mí en lo personal me divierte la situación. Sin ella tengo pocos motivos para seguir viviendo. Quizás no tenga el valor para poner fin a mis penas por mi cuenta pero sí para vivir sin tratar de ocultar mi existencia entera tras la nefasta tela azul.